Pages

viernes, 26 de septiembre de 2014

Una rana bajo el sombrero de William Burroughs.



           “Para ver un mundo en un grano de arena
                    y un paraíso en una flor silvestre,
                    sostén el infinito en la palma de la mano
                    y la eternidad en una hora.”
(William Blake. 1757-1827)  
        Hace tiempo que un batracio nómada campa a sus anchas por mi cráneo. Lo he llamado Gustavo. Ha hecho entre telarañas su hogar y ya no quiere marcharse de él. Ahora es un batracio sedentario. Cada mañana me despierta y me dice; –hey, brother!–. Y me da mucho asco.
Yo esquivo sus reclamos parpadeando dos veces y escribo ensoñaciones en la cocina cuando ésta huele a café mañanero.
Poder parpadear no es un súper poder, más bien un lanzallamas fulminante como un izquierdo implacable de Muhammad Ali.
Tener un batracio sedentario como residente fijo de azotea me hace sentir frío, el calor huye de mí, pierdo por las manos mis calorías. Ahora que le he dado un puntapié al verano, hago las paces con Gustavo, bueno, lo consideraré una tregua-trampa para luego, entre la bagatela de su holgazanería, pillarlo de sorpresa y meter una jodida bala-chirimoya en mi cabeza.
Durante el tiempo que suspendo las hostilidades dejo de escribir historias de batracios, me dedico a fondo al estudio, madrugo para ir a la facultad, busco el tema Blues My Naughty Sweetie Gives to Me  en un CD de Pee Wee Russell y Jimmy Giuffre. Arranco el motor. El viento es más frío que ayer, el otoño aguarda al final de la carretera, tras las montañas. Razón de más para no bajar la ventanilla del puto coche.
La universidad dispone de un aparcamiento muy grande, siempre está completo, aparco dos manzanas por detrás y camino gélido, como mis pensamientos, embutido en la sudadera que pillé en un rastro de Lavapiés el año pasado. Escucho música en los auriculares de un viejo MP3 y miro cabizbajo mis viejas zapatillas, cavilo, todavía me pueden durar un par de otoños más, muerto de frío envidio por primera vez al batracio sedentario que se aloja cálido en mi cabeza, pienso en la pistola que dispara chirimoyas y en los pocos –hey, brother!– que le quedan a este cabrón.
Siento las manos entumecidas por momentos, el frío aquí es mortal de necesidad. Accedo a la facultad por ese enorme portón acristalado y el contraste con el calor me dilata tan bruscamente que, hecho pedacitos, caigo al suelo fulminado.
Gustavo accede al aula saltito a saltito, croando. Ahora ocupará su lugar en el cráneo de otro imbécil.
CROAAAACK…

lunes, 22 de septiembre de 2014

El asilo (demencia senil no patentada).



    Hoy es día de teatro.
Adelante, pasen y siéntense.
Y dejándome arrastrar por un gentío embrutecido formé parte durante unos minutos del indisciplinado tropel de deshumanizados cachos de carne que, entre ineptas risas y burlescos, chanceros y desproporcionadamente elevados tonos de voz, sustentaban un ambiente realmente bochornoso.
Me vi sentado y rodeado por el atajo cerril de groseros incivilizados que minutos antes se interpusieron en mi camino, vienen los fines de semana y ponen en práctica todo el repertorio existente de empujones, codazos e insultos tapados con bromas y repetitivas risas. Allí en mi silencio y sentado en una de las sillas reflexioné lo ocurrido mientras el espectáculo continuaba y, vencido por la sensación de asco, asumí que la condición humana era así, siempre lo fue y sólo unos pocos quedaban al margen.
¿Me encontraba en el circo? ah no, en un teatro. Por unos momentos parecía que el lamentable espectáculo de la mujer barbuda estaba a punto de comenzar y yo no sé qué pintaba apegado a aquella silla, como otro asistente más, ante algo que desconocía y que no me importaba ni lo más mínimo porque en este lugar, aunque nadie nos lo diga, se consumen nuestros últimos meses y días de vida y porque al igual que las dichosas pastillas, sólo sirve para redimir día por día hasta que todo se termine.
A mi izquierda una especie de pilar hormigonado, a mi derecha una señora de avanzada edad, unos ochenta, nuestra mirada se cruzó, sonreímos como si nos conociéramos de toda la vida y creo que ambos compartimos las mismas abstracciones sobre aquel aflictivo espectáculo. Su cara reflejaba a la perfección las marcadas líneas del paso de los años, la gula de la vida, su bondad y sus peleas con las dudas. Sus ojos hundidos que demandaban un merecido descanso tras años de fatiga se clavaron en mi alma como estacas de madera. Sobre el reposabrazos de su silla descansaba inmóvil un bastón de puño curvado tallado a mano y asombrado aprecié en él un extraordinario detalle, el grabado de su empuñadura corroboraba la bondadosa impresión que, minutos antes, había tenido de aquella mujer; “La música es la libertad del alma”, detallaba. Ella me observó con una sonrisa desgastada, como extraída de una niña debilitada por el ébola y en voz baja me dijo;

–La música me recuerda a un constante y sano caos que mi juventud guardaba con la esperanza de quien aguarda cumplir su más preciado deseo–.

Quedé fascinado y mi cabeza comenzó a construir historias que hablaban de aquella octogenaria. Quise corresponderla pero fui incapaz de mantener una conversación, de hecho es posible que dentro de un rato no recuerde nada de lo que ahora estoy escribiendo. Desconozco las causas que me han llevado a que sea incapaz de comunicarme, en ellas ocupo mis constantes cavilaciones y tampoco coordino plenamente mis movimientos por lo que debería hacer más caso a la joven señorita de bata blanca y utilizar aquel luctuoso andador que utilizaba el viejo de Matías. Aquel astuto anciano desapareció sin decir ni mu y su esposa, la señora Gabriela hizo lo mismo al poco tiempo. Hay gente tan cercana como mal educada y que son capaces de emprender un largo viaje sin despedirse de quienes han convivido durante mucho tiempo. Eso lo veo y vivo en mis propias carnes desde que me trajeron a este sitio gris de paredes blancas.
También se marchó el bueno de José, él y su nariz picuda que también evitó despedida alguna. Lo recuerdo comiendo sopa, tardaba más de un minuto en acercarse la cuchara a la boca. Era un lento de cojones. La cuestión es que no he vuelto a saber nada más de ellos. Que los zurzan, arrieros somos y en el camino nos encontraremos.

Fuera llueve y mi cabeza forma tallarines, letras que yo guardo con empeño para, en cualquier momento, adornar los folios reciclados que guardo en la mesita de noche. Escribiendo sobre lo que sucedería cualquier lánguido día gris, aquí dentro calmo a la fiera que llevo dentro.

Tal y como me ha propuesto la anciana agarro su mano y a paso lento salimos de allí dirigiéndonos por aceras mojadas, tan habituales como desconocidas para mí y alejándonos de los trozos de carne deshumanizados, de las risas y los aplausos buscando quizá algo o alguien propio, si cabe, a nuestro momento, a nuestro camino y atrás queda la podredumbre humana con su vanidad, orgullo y vulgaridad.
Los niños juegan a saltar sobre los charcos en un parque pero a mí se me han olvidado las sensaciones que produce el jugar.
Este edificio me resulta ordinario y yo continúo agarrado a la mano de la anciana y entramos a paso lento y nos detenemos ante un espejo de grandes dimensiones y durante unos minutos me siento como un niño de la mano de su madre, nos miramos, suelta mi mano y señala al espejo;
– ¿Te acuerdas?–
Y me veo y la veo y la reconozco pero yo no me conozco. ¿Y si soy mayor? ¿Qué ha cambiado?
Cavilo y a pesar de ello envuelvo las paredes de este edificio con una tumba de sensaciones que ahogan y oscurecen más, si cabe, mi huida sin despedidas de cortesía.
Giro la cabeza, agarro su mano y a paso lento, arrastro mis zapatillas como si quisiera dejar este suelo más impoluto de lo que está.
Ahora de su mano soy feliz otra vez como cuando de joven la conocí.
Me tumbo en la cama y cogido de su mano cierro los ojos. Yo tampoco me despediré.