"Siempre
repetía la misma cantinela. A decir verdad, nunca me había sorprendido con otra
cosa que no fuese un poema. Su vida y su historia lo eran, sus manos, su pelo
oscuro repleto de hojas secas a la orilla del río, su boca o sus grandes ojos
marrones, todo era poema en ella. Lo era hasta su forma de escribir, tenía una
grafía muy especial, sobretodo cuando
plasmaba sus poesías con un alfiler de cabeza redonda en los muros de las
paredes que la aprisionaban desde aquel septiembre de 1.936 en el que su madre
decidió que las monjas se hicieran cargo de ella. Esta es parte de su historia, la historia de Leonor:"
Había
ocurrido el golpe de estado contra la legítima República y eso repercutió casi
de manera sistemática en la vida de millones de personas, la familia de Leonor
era una más que encarnecía el implacable guarismo de personas y números.
Sus padres
eran analfabetos, por aquel entonces un veinticinco por ciento de la población
lo era.
En las
faldas de Sierra Morena un pueblo, y en su plaza un pozo común y una fuente de
agua fresca abastecían de agua a vecinos y viajeros. Cada mañana mientras las
mujeres lavaban la ropa entre cantinelas, Leonor llenaba su cántara y la de todas
sus vecinas y éstas cuando podían disponer, la gratificaban con lo que su humilde vida les permitía; unos granos de maíz, unos garbanzos o alguna que otra
patata.
Sus cinco
hermanos eran menores que ella, varones. Se pasaban el día jugando al fútbol
con una vejiga de buey hinchada o cazando abubillas que luego cambiaban por
miel o un poco de aceite usado e inventando mil travesuras en el río, Leonor
echaba en falta una hermana que la ayudara en las tareas de casa.
Con el golpe
de estado, aquella misma mañana, llegaron al pueblo muchos soldados, algunos vestían
ropa militar, otros en cambio ropa de calle pero todos portaban correajes
cargados de balas y fusiles al hombro. Algunos montaban a caballo, eran altos
rangos militares, sublevados que se concentraron en la fuente y que la
utilizaron como abrevadero, todos ellos se mostraban inquietos.
Se
presentaron como garantes de la seguridad, mintieron. Dijeron que la República
había terminado y que ahora ellos llevaban las riendas del país, se
comprometieron públicamente que nada les harían, sólo pretendían conocer el
paradero de Tomás el zapatero y del maestro Zacarías. Nadie dijo nada, todas
permanecieron calladas, cabizbajas.
Se hicieron
unos minutos de silencio. Bajo el mes de agosto en el pueblo el sol era
abrasador, tan sólo se percibía el bufar de algún caballo, el canto de las
chicharras sobre los seis árboles que daban sombra al pozo y el chorro del agua
fresca de la fuente.
Uno de los
mandos bajó del caballo y acercándose al venero, espetó con furioso ademán;
— ¿Alguna de vosotras sabe leer?—
Las mujeres
cabizbajas se miraban recelosamente. Una voraz incertidumbre y miedo cargó la
calurosa mañana. En las casas encaladas, las ventanas dejaban entrever siluetas
que escondidas observaban con sigilosa discreción, en otras en cambio se
cerraban los postigos sin apenas hacer ruido.
Tras unos
momentos eternos Leonor, retraídamente, rompió el silencio sin saber que en ese
momento su vida cambiaría para siempre;
—
Yo, yo sé leer señor.
— ¿Ah, sí? ¿Y cuántos años tienes
muchacha?—
— Quince, tengo quince años. —
—
¿Y quién te ha enseñado a leer a ti? —
Aquella
pregunta le hizo un nudo en la garganta y el miedo se apoderó de ella.
Silencio.
—
Za… Za… Zacarías lo hizo señor. — Titubeó en voz baja.
El mando militar
sonrió para luego acercarse furioso a ella, la miró de arriba abajo, extendió el
brazo hacia su barbilla y cogiéndosela le alzó la cabeza, la miró fijamente a
los ojos, entonces giró su cabeza hacia los soldados;
—
A esta furcia cogedla y llevadla al
ayuntamiento. —
—
Tú me vas a decir dónde está el rojo
ese, ¿verdad niña? Y si alguna de vosotras sabe dónde para Tomás el zapatero
tiene hasta la puesta de sol para decirlo, de lo contrario, seréis responsables
de lo que ocurra en este pueblo. —
Sentenció enfurecido
el alto militar soltando violentamente la barbilla de Leonor haciendo que su pelo oscuro le tapara parte de la cara.
Ordenó a sus
hombres retirarse de inmediato al ayuntamiento. Allí era donde, horas antes, habían
improvisado su cuartel general.
Dos días pasaron
desde entonces y en el pueblo se respiraba otro ambiente, el pozo y la fuente
estaban solitarios, vacíos estaban también los corazones de los padres y
hermanos de Leonor pues desconocían la suerte que podía haber corrido su hija.
En la tapia blanca del cementerio el tiempo se
había detenido. Entre moscas yacían dos cuerpos cosidos a balazos que los altos
cipreses ni siquiera alcanzaban a darles sombra. Se trataba de Tomás y Zacarías,
el zapatero y el maestro como cariñosamente les conocían en el pueblo. Habían
dado con ellos. Sus delitos habían sido servir a la República mediante el trabajo. No tuvieron juicio alguno.
Pocos
vecinos se veían por las calles y los que se veían lo hacían con temor.
El
pueblo se empezó a quedar vacío y largas hileras de familias emprendieron una
forzada marcha prácticamente con lo puesto. Huían en zapatillas del miedo a lo ignoto,
de las ráfagas nocturnas o de las preguntas sin respuesta, pero verdaderamente de
quienes huían era de aquellos desconocidos que días antes preguntaban por
Zacarías y Tomás. Esas familias, sin saberlo, ya formaban parte del éxodo
masivo que sacudía España aquel verano de 1.936.
El padre de
Leonor era jornalero, no tenía cultura ni ideología alguna pero tenía la piel
negra como el carbón y sus manos castigadas por el duro trabajo. Lo reconoció
una vecina cuando vio su cuerpo tirado de manera antinatural en medio de la
calle. Se había dirigido al ayuntamiento para interesarse por el paradero de su
hija.
Leonor
apareció aquella noche en su casa, le habían cortado el pelo, tenía la cara
hinchada y llena de golpes, sus ropas habían sido arrancadas con violencia. No
hablaba, su mirada estaba perdida. Esa misma noche bien entrada la madrugada su
madre y sus cinco hermanos decidieron partir con ella y cargados de angustia abandonaron
el pueblo. También partieron con lo puesto y tras varios días
trajinando fragosos
caminos sierra a través, llegaron exhaustos a la puerta del convento en el que residía
la tía de Leonor, sor Jimena. Pidieron cobijo, por un día se les concedió. A la
mañana siguiente debían partir.
Leonor presentaba muy mal aspecto y fue
considerada por el resto de monjas que decidieron hacerse cargo de ella. La
madre de Leonor se abrazó a ésta llorando y con un “volveré”, se despidió ante
la indiferencia que mostraba Leonor debido a su situación.
Los años pasaron y ni mi abuela ni mis cinco tíos
volvieron al convento a por mi madre. Ella me contó que su tía, Sor Jimena,
antes de morir, le dio un sobre remitido por mi abuela desde el puerto de Alicante,
desconozco quién pudo escribir dicha carta pero en ella detallaba que en los
últimos días de la guerra esperaba junto a cientos de personas más a unos barcos franceses que les sacarían de España junto a tres de mis tíos, los otros dos
habían fallecido por unas diarreas. Yo sé que esos barcos franceses jamás
llegaron al puerto de Alicante y que la mayoría de esa gente que esperaba en
Levante a los barcos, fueron fusilados o conducidos por los
falangistas a campos de concentración como el de Albatera.
Mi madre durante su estancia en el convento me tuvo
a mí, un hijo bastardo engendrado a la fuerza por aquellas bestias en el
ayuntamiento. Y allí en los muros del convento me crió, solíamos salir a bañarnos
al río y recuerdo cómo me enseñaba a leer y a escribir sentados bajo la sombra
de los chopos, la recuerdo con su
alfiler de cabeza redonda escribiendo poesías en aquellos muros que tanto la
aprisionaban. Recuerdo también que a los pocos años de fallecer mi tía Jimena
pudimos salir de allí y con una recomendación llegamos a Madrid a una casa en
la Gran Vía, allí permanecimos durante varios años sirviendo a los señores de
la casa hasta que mi madre decidió que ya tenía suficiente dinero guardado para
poder alquilar un modesto piso y mudarnos.
Han pasado muchos años pero jamás olvidaré aquellas
palabras de mi madre Leonor. Aquellas palabras que siempre expresaba;
“De los huesos la mugre, de los ufanos la ponzoña.”