Ilustración; Desconocid@ |
Hacía años que no se veía
esto en mi barrio. Tres canes vagabundos, de los que ya ni existen, de los olvidados
por las políticas de protección y defensa de animales, escuchimizados, tan
enjutos que la inmensidad del hambre parecía haberse posado de por vida sobre sus
tres lomos huesudos. Caminaban sucios, con paso loco pero en sintonía. Uno
blanco punteado en café, posiblemente descendiente remoto de algún olvidado dálmata,
otro canela, con rastas enmarañadas e insustanciales rasgos de perro de aguas,
y una tercera, oscura como la noche que dirigía el grupo, sucesora distanciada de
algún pastor belga.
En las esquinas, tras sus
pasos, corrillos y miradas entorno a tres nuevos huéspedes y por unos
instantes, gracias a aquellos canes, un atisbo de lo que fuera la vida social,
floreció en el barrio.
Me detuve por unos
instantes y giré la cabeza. Seguían allí en la distancia. Noté cómo olfateaban
mi rastro y se acercaban, y observé volar una piedra lanzada desde pocos metros
que dio de lleno en la cabeza de la más oscura de los tres canes y un conjunto
de doloridas onomatopeyas turbó el sosiego de los edificios. Entonces él tiró
ligeramente de su correa unida a mi collar mientras se miraba la mano con la
que había cogido la piedra y seguí caminando a su lado, obediente y con paso
firme merecedora de dos galletas de snacks que él, mi amo, guardaba en la
despensa de casa para las perras más exigentes y caprichosas.
A estas horas de la
noche, en el barrio no queda nadie despierto excepto tres canes libres,
escuchimizados, una de ellos herida y yo, una Yorkshire terrier adornada con un
lacito rosa en mi cabeza que observa la calle a través del cristal del salón.
No volví a saber jamás de
aquellos perros libres.